Hace mucho más de una década tuve la primera y última experiencia en unos campamentos. Jamás, por desgracia olvidaré ese trauma, aunque espero que el alzheimer de mi vejez ayude a algo.
Si alguna vez habéis oído que la comida en los campamentos no es diferenciable a un puñado de barro en un plato, no os están exagerando, incluso es peor todavía. Aquel día me habían llegado a mis oídos que para esconder la comida del campamento, lo mejor era cavar un agujero en el suelo y luego echar la comida.
Yo pensaba que no podía ser para tanto, además, aquella tarde tocaba de comer habichuelas, mi comida favorita. Fui con toda la ilusión de un niño a por el plato, me echaron las habichuelas pero yo solamente alcanzaba a ver tres habichuelas y una sustancia roja de textura pegajosa, entonces empecé a pensar como enterrar todo el plato en la tierra. Al llegar a la mesa mis compañeros vieron la cara que puse y unos de ellos me dijo:
– Entiérrala en el suelo que seguro no se dan cuenta.
Y eso hice la enterré, cuando estaba excavando encontré unos cinco tenedores enterrados en el suelo e imaginé en el calvario alimenticio que iba a sufrir durante esa semana.
Cuando fui a entregar el plato me dijo el tío:
– ¿Te han gustado?
– Si, estaban muy buenas –le dije yo.
– Pues toma un poquito más –me decía sonriente el mal nacido- son buenas para la salud.
– No gracias, si me las como yo mis compañeros no tendrán nada para comer.
Al final me volvió a echar otro plato, y las volví a enterar. Y no me digáis que muchos niños se mueren de hambre, ni ellos querían esos “residuos nucleares”. Esto que os acabo de contar es lo menos grave que me pasó en los campamentos.